Es común escuchar que a una persona dedicada, trabajadora, que alcanza metas, que tiene buenas calificaciones si es estudiante, se la llame perfeccionista.
Incluso a un niño que tiene todas As, y que toca el piano, lee a Shakespeare, pinta, canta y gana concursos de deletreo y oratoria se lo define de esa manera.
¿Es algo bueno? ¿Es algo normal?
Psicólogos y psiquiatras siguen discutiéndolo. Pero sí concuerdan en que el perfeccionismo puede acarrear trastornos como depresión y anorexia, y pensamientos suicidas.
Gordon Flett y Paul Hewitt, especialistas de la Universidad York, y de la Universidad de British Columbia, ambas en Canadá, estudiaron personalidades perfeccionistas por décadas. Ellos aseguran que hay distintas formas de perfeccionismo, pero que ninguna está libre de problemas, en un artículo de la Asociación Americana de Psicología.
Por ejemplo, muchos psicólogos dirían que a un atleta de un equipo universitario de elite, quien podría tener ciertos rasgos perfeccionistas ya que sus estándares son altos y debe tener una rigurosa disciplina deportiva y académica, no se lo debería etiquetar como alguien que tiene un trastorno.
Sin embargo, Hewitt asegura que una cosa es querer sobresalir y otra muy distinta querer ser perfecto.
Según define Psychology Today, "lo que hace que el perfeccionismo sea tan tóxico es que, mientras que es cierto que los que lo persiguen desean el éxito, están más enfocados en evitar el fracaso, por lo que su orientación es negativa".
Hay una diferencia entre luchar por la excelencia y exigir o exigirse a uno mismo la perfección.
Por qué puede causar depresión
Los perfeccionistas no son personas felices, dicen expertos.
El grado de presión que ejercen sobre ellas mismas los lleva a un lugar de infelicidad. Su umbral de frustración es muy bajo y, en grados de perfeccionismo profundo, la insatisfacción es constante.
De ahí a la depresión hay un solo paso.
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Entre las señales de que el perfeccionista está arribando a terrenos mentales pantanosos, están:
Sentirse "paralizados". El perfeccionista está tan enfocado en tareas múltiples, en logros casi imposibles, que queda atrapado en su propia dinámica y, simplemente, se estanca.
Esconder lo que considera "fracasos". Si algo le sale mal, una baja calificación o la pérdida de una oportunidad de trabajo, el perfeccionista se guarda esa información como un secreto. Teme que los demás ya no lo consideren la persona perfecta.
No animarse a probar cosas nuevas. Por temor a fracasar, la persona perfeccionista muchas veces no vive la vida a pleno y deja de hacer cosas simples —un nuevo curso, una nueva clase con sus amigos– por no descarrilar del camino de la perfección.
No construir relaciones sólidas. Ya sea amigos, una pareja o en el trabajo, al perfeccionista le cuesta relacionarse. Y suele aislarse por temor a que lo critiquen o juzguen. Especialmente en el trabajo, los proyectos grupales suelen vivirse con angustia porque no se tendrá pleno control de la situación.
No ser capaz de celebrar logros. Para el perfeccionista nada es suficiente. Siempre habrá un margen para mejorar. Lo que no saben, dicen psicólogos, es que la perfección no existe, por eso siempre habrá frustración.
Padres que crean perfeccionistas
Perfeccionista no se nace, se hace. Y los padres juegan el rol principal en crear a estos pequeños "monstruos" que inician la carrera de superación a edad demasiado temprana, y que se convertirán en adultos a los que les cueste alcanzar la felicidad.
Inscribir al niño en cuanto curso aparezca, exigirles brillo académico en preescolar, la presión de las calificaciones "para llegar a la universidad", pueden ser disparadores de una personalidad perfeccionista.
En su libro "A Nation of Wimps" (Una nación de débiles), Hara Estroff Marano, asegura que estas presiones, sumados a padres que quieren que sus hijos logren metas que ellos mismos no pudieron alcanzar, distorsiona el proceso de aprendizaje sobre lo que es la vida, los objetivos y la felicidad.
Marano dice que el esfuerzo es lo que cuenta a lo largo del camino, no la búsqueda de la perfección. Y los fracasos, o simplemente las cosas que no salieron tan bien, deben ser motivo de aprendizaje y no de vergüenza.
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